Regresé de Bariloche hace tres meses. Había
partido, de nuevo, con la maleta que va siempre llena de esperanzas y
sorpresas.
La espera por el retraso del vuelo con destino a Buenos Aires se hace llevadera
por esa especie de solidaridad que se crea entre los viajeros, compatriotas con
quienes termino intercambiando correos electrónicos y números de teléfono.
Tres y cuarenta. Por fin estoy en Bariloche
después de tres escalas y no sé cuantas horas de vuelo desde Medellín; nuevamente
en el sur, el paisaje me es familiar, las montañas, los lagos, el carácter
tranquilo de la ciudad en invierno. Medito, pienso, oigo las palabras de alguien
que quisiera pasar sus días de retiro en la paz de este lugar.
Vale la pena recorrer miles de kilómetros,
trazar un camino en el mapa detrás de tu huella. Florencia siempre me espera
sin hacer preguntas y yo llego sin dar respuestas. A pesar de ir y venir tantas
veces cada reencuentro es como la primera vez.
Hoy, nuevamente distantes, me siento frente al
escritorio y agarro un papel:
Flore
Te
escribo sin más motivo que sentirme cerca de ti.
Aunque
te vayas y ahora estés lejos siempre
estás aquí, en un rincón dentro de mí. En cada despedida una parte de ti queda,
permanece flotando en el aire, en mis
pensamientos, en el éter.
En
cada encuentro quisiera regalarte una estrella, o el mar, o la luna pero solo
tengo esta corta nota y un corazón tuyo.
Fran
Termino de escribir y alguien me pregunta
-¿Qué haces?
Sonrío y me quedo en silencio.